Noche. Oscuridad. Silencio. Hacía calor y estaba a punto de llover. De pronto, un grito desgarrador que emerge de las profundas vibraciones de una masa de aire caliente, que se va enfriando al recorrerme de arriba a abajo la espalda. Despierto con una dolorosa jaqueca. A la par mía, con las sabanas enredadas entre las piernas, una estrella fugaz que había bajado del cielo a pasar una noche en mi cama. La televisión, aun encendida, con la franja musical a medio volumen. Veo la hora en mi reloj, las once y veintiuno pe eme. La boca amarga, tiro una escupida al piso junto a la cama y busco mi pistola bajo la almohada. La llamo, como quien nombra a una dulce compañía. La libélula.
Desnuda, contemplo el dorso esmerilado de mi arma. Otro chillido repentino en los oídos que no se apaga, me recuerda que talvez estoy de goma. Me ahogo la fiebre del infernal clima pasándome el metal frío de la pistola en la frente, a la que observo con intrigante calma, disfrutando escrutarla sin prisas, pidiéndole cuentas: lubricada con aceite esencial orgánico de cardamomo, cañón esmerilado y sin serie, cachas de oro diamantado de veinticuatro quilates, el resorte bien apretado, listo para dejar ir el piquetazo. Nunca le pongo el seguro. Por aquello de que me anden venadeando aquí cerca. Por estos rumbos los encuentros con los santos se arman en pareja no en nones.
«Me dije a mí mismo: “Avanzando ‘tártaro’ que más luego es tarde”», pensando para mis ‘acá adentros’. Soplándole las hormigas al envase para darle un trago y bajarme la dos ‘mejorales’ con lo que sobró de un ‘agua mineral’ que había puesto sobre un bloc de cemento que había parado junto al catre, antes de quedarme anestesiado al celebrar que el coronel que nunca aprendió a respetar —ya lo habían mandado a ver como crecen los rábanos—, es decir pues, que ahora ‘pagaba boca arriba’ lo que había hecho en mi aldea ‘boca abajo’.
Quise verme la cara en el espejo para reconocerme. Y quizá encontrar la imagen de aquel humilde patojo que brincando descalzo entre los charcos del camino de tierra sin balastro que conectaba a la chácara con los cañales de la Trinidad se iba a nadar y a cortar chipilín pasando la presa del tercer rio en el solitario caserío de la costa donde había nacido. En vez de eso hallé entre los dejos de luz de luna que se filtran por los agujeros en la madera, el reflejo de un protagonista de una anécdota que se acostumbra contar en la víspera del día de la fiesta patronal, sin rostro, innombrable, en eso me había convertido. Después de salpicarme la cara con agua, le devolví al espejo una sonrisa a medias en la oscuridad. Al salir del baño, me quedé un rato observándola en silencio, ella seguía dormida en la cama imperial que compartíamos en una de esas casas que sirven para descansar tranquilos cuando los de la bola quieren justificar su presupuesto en las jugarretas del ratón y el gato.
—Dicen que para el que huye no hay ‘pisto’ que le alcance y para el que persigue no hay otro premio que lo detenga—. Me encaramé a la cuatro por cuatro y con las luces apagadas manejé media hora entre el montarral hasta salir a la carretera.
—Dicen que para el que huye no hay ‘pisto’ que le alcance y para el que persigue no hay otro premio que lo detenga—. Me encaramé a la cuatro por cuatro y con las luces apagadas manejé media hora entre el montarral hasta salir a la carretera.
Si se enterara cuanto me desahoga el verla y supiera que ver su belleza de lejos me calma. No le importaría que tan largas se hagan las veladas para volver a hallarnos. Con los ojos en la razón y los párpados en el olvido. Así voy. ‘Cafeteándome’ a uno por aquí, ‘champurreándome’ a otro por allá, sin levantar sospechas a los deudos del difunto que uno a uno van cayendo por andar en la bola o en la maña. A pesar de todo, a donde siempre llego a caer es de vuelta a los brazos de ella. Cuando me prendo de su belleza, una siniestra tranquilidad me embarga. Su cuerpo sin ropa es preludio de mi última noche en la vida. En ese lugar en abandono, destartalado y de mala muerte a donde llegué casi sonámbulo, se empezaban a alebrestar algunas que como llamativas cebras ponen en sobre aviso a la manada de fieras —que ya traen listos los manojos de billetes— para que se haga fácil ‘devorárselas’.
Moviendo las manos como baladí, una de ellas me hace ademanes inocentes sugiriendo una invitación a llamarme que ignoro.
Moviendo las manos como baladí, una de ellas me hace ademanes inocentes sugiriendo una invitación a llamarme que ignoro.
Continúo mi avance, como se acercan los tigrillos a tomar agua en la poza, dándole vuelta a todo el negocio con la mirada, mientras le sorbo un trago a la lata que tengo en la mano, en la bolsa de atrás de los John Jordan traigo guardada la de repuesto, ya tibia. Del otro lado del local se ve una patoja con aspecto despreocupado que llama mi atención, tenía la cara chapada y las canillas como dos zanahorias recién arrancadas todavía con un poco de tierra, traía puesta una blusa de tirantes con mensaje de esos que no se entienden por estar en otro idioma y tenis de trabita sucios, no parecía de por aquí, se metió a la pista de baile que estaba cubierta por unos horcones podridos y unas palmas de manaco carcomido por las ratas. Sin que me suenen las botas, me acerco por detrás de ella y la agarro de un poco más abajo de la espalda diciéndole:
—Bailemos, le dije.
No le pregunté si quería bailar conmigo. Tampoco si le gustaba bailar. Mucho menos si había llegado a hacerlo o con quien. Me dijo que andaba en misión y que se llamaba Anna y sudamos tres canciones seguidas en la pista:
Raca-raca, raca-raca, raca-raca.
Raca-raca, raca-raca, raca-raca.
«Porque solo los tontos, se enamoran igual que yo...»
Cantando desde un disco pirata, los internacionales Delfines de Alta Mar y su escandalosa música folclórica de bandolón de pita de hule en las bocinas del rancho convertido en discoteca. La misionera no despegó los ojos, de la mirada de los míos. Nada más que preguntó más cosas de las que acostumbra preguntar una mujer cuando está interesada en dejar el hábito y allí estuvo el detalle. Allí fue donde me di cuenta a que llegó. O mejor dicho, por quién. La agente encubierta, se delató.
La hice por un lado al responderle que yo a bailar la había sacado y que si quería platicar mejor que se regresara para su casa o lo que es peor y no es igual, le dije: —‘Go joum’ pues, le espeté, desanimado y sin ganas de volver a verla.
—¿A qué me dedico?, le respondí con la misma pregunta de vuelta.
—¿Quiere confirmar lo que ya sabe o sólo anda viendo si también soy honesto?, le terminé por contestar.
La hice por un lado al responderle que yo a bailar la había sacado y que si quería platicar mejor que se regresara para su casa o lo que es peor y no es igual, le dije: —‘Go joum’ pues, le espeté, desanimado y sin ganas de volver a verla.
—¡‘Bad’ hombre!, me chilló a manera de respuesta entre dientes por la espalda y como suelen hacerlo se fue a ver quien le regalaba un trago en la barra.
Mientras tanto, le pego otro chupón a la lata antes de tirarla a medio vaciar en el suelo. Los agentes de la seguridad privada descansan la vista como es costumbre en ese lugar que ya nadie visita, sin anticiparse a lo que está por ocurrir.
Mientras tanto, le pego otro chupón a la lata antes de tirarla a medio vaciar en el suelo. Los agentes de la seguridad privada descansan la vista como es costumbre en ese lugar que ya nadie visita, sin anticiparse a lo que está por ocurrir.
¿Porqué será que las mujeres más hermosas tienen el mismo gusto que el destino para escoger el lugar donde uno va a encontrárselas?
Lo digo porque al levantar la mirada entró ella, con su belleza siniestra, no viene sola. Un detalle que ya le estaba complicando el modo a los de la nacional y la de hacienda que se iban a quedar contando los cascabillos antes de prender la sirena de las patrullas todoterreno que les habían regalado semanas atrás por llegar al decomiso de una avioneta con un poco más de los doce minutos de retraso que se necesitan para descargarla completa y desaparecer sin capturas.
Después de todo, no era desconocida para mí la mujer que acababa de entrar al lugar y yo era ese negado pasado.
Esta vez llegó con los de la bola que cuidaban de sus pasos, no creían que rápido habían dado con el objetivo. Entre ellos se cruzaban las miradas, traían los ojos cansados de andarme buscando. Quien le aprendió la maña a quien. A quien hay que cepillarse primero, cual culebra se enroscaría de último y a quien más le va a tocar agusanarse después. Gente de a pie ya no quedaba mucha en ese rancho viejo donde dicen que esa noche bailé. Ni quien se quisiera congraciar con uno. Porque cuando bola y maña se juntan, nadie sabe ‘pa' donde’ jalar.
Después de todo, no era desconocida para mí la mujer que acababa de entrar al lugar y yo era ese negado pasado.
Esta vez llegó con los de la bola que cuidaban de sus pasos, no creían que rápido habían dado con el objetivo. Entre ellos se cruzaban las miradas, traían los ojos cansados de andarme buscando. Quien le aprendió la maña a quien. A quien hay que cepillarse primero, cual culebra se enroscaría de último y a quien más le va a tocar agusanarse después. Gente de a pie ya no quedaba mucha en ese rancho viejo donde dicen que esa noche bailé. Ni quien se quisiera congraciar con uno. Porque cuando bola y maña se juntan, nadie sabe ‘pa' donde’ jalar.
En ese instante, al volver a verla, yo solo tenía la voluntad de revivir lo que ese primer día sentí. Cuando la conocí, estaba sentada en el sillar del ventanal sobre el ochavo de
la panadería que está a mano izquierda en la esquina oeste del crucero que enfila rumbo a la calzada de las pensiones, sobre los cables telegráficos que pasan en frente se cuelgan las golondrinas a ver pasar a las parejas cuando el sol ya se
oculta por las tardes. Me miraba de manera coqueta, aun siendo flaca, con un poco de esfuerzo metió casi de manera imperceptible, un poco más la panza al darse cuenta que mi mirada la recorría de cuerpo entero al traerlo entallado en un vestido azul pavo de flores amarillas.
Su cabello recogido en dos manojos de lustrosas hebras agarradas por un moño echaba de ver que suelto le llegaría hasta los camanances que tenía de adorno en los montes amplios de sus caderas. El fondo blanco de las pepitas de sus ojos profundamente negros, al mirarme, le centelleaban en brillantes chispitas de pura felicidad. Al acercarme, me devolvió la sonrisa amplia como si ya me conociera de antes, una mazorca dulcemente arqueada sin tapiscar de maíz blanco y puro, con los labios coloreados con pomada de achiote dulce.
Aun no aprendía a esconder las leves vibraciones que se le formaban en el espacio entre el huesito junto a su largo cuello y el pecho, un tic que le entraba por respirar inusualmente más rápido cuando estaba conmigo. Su piel me sirvió de cuaderno en la escuela de nuestras noches sin sueño cuando le dibujaba azacuanes imaginarios con los dedos y para marcarle en un mapa imaginario que hacía con su espalda, la posición de los arboles que daban la mejor fruta en el cerro encantado.
Cuantas veces oímos juntos a la aurora cantar, aquí cerquita por donde juegan las garzas de este lado del rio junto a las piedras donde jugamos tirándonos la ceniza para juntar fuego con leña de almendro que prendíamos con una ramita seca de palo blanco para espantar a los jejenes que hacían nido entre las rendijas de la duela de conacaste rústico de la covacha donde nos amamos a la sombra de los ‘palos’ de cushines y jocote marañón.
Esa memoria de ella me pasó cortando filosamente como daga de obsidiana hasta incrustarse en el tuétano jugoso de mi alma. Al verla caminar, la silueta de su cuerpo se iba —grabando como regaño con coscorrón—. Eran pedradas de recuerdos no anticipadas. Los pequeños ‘trastumbos’ que dio al caminar el día que le regalé un par de caites de hule plateado que había visto en una vitrina de una zapatería de la capital y que con un poco de vergüenza y un beso en el cuello me sugirió que le habían gustado. Me quedé un rato sentado viéndola probárselos, —como se quedan las ranas encantadas cuando uno las ve flotando sobre las hojas de ujushte en el rio—, pienso ahora.
Cuando se enojaba conmigo y me daba esos largos sermones para hacerme despertar —de quien sabe que sueño— al verla hacer esos pucheros se me me llenaba aquí dentro de una sensación de dulzura y enternecedora calma que a su vez me era tan ajena y extraña. Y durante esos arrebatos, terminaba yo meneando la cabeza para asentir y hacerle ver que mi clienta siempre tendría la razón con lo innecesario que era perder el tiempo en disgustos de esa manera.
Dicen que la palabra que describe lo que yo sentía, es atarugamiento, no sabría decir si ese estado es provocado o si ya venía con este defecto que traje desde que nací de querer. Lo que sé es que al verla, quería escuchar su voz, —que no era ni dulce ni armoniosa ni melódica ni romántica— sino solamente que era suya y nada más con eso me bastaba. Justo por lo que sentía yo por ella, no la visitaba muy seguido, —por aquello de que cuando tenemos algo bonito ni siquiera lo mencionamos para que nadie lo arruine—. Talvez por eso «me decía que cada vez que mi mirada la envolvía: “se siente como cuando la abrazan a una por detrás sin decirle nada... ‘aguada’ me dejás y me pongo ‘bien tibia’, como que me estuviera envolviendo un aire de por allá arriba y me llevara flotando hasta la cruz del cerro“...‘hoy si me llevó’”», terminaba diciendo antes de soltar el suspiro. Y eso es lo que me llevé de ella, que de alguna forma supo lo que se avecinaba y así fue que me enseñó a prepararme en silencio. —Y sabrá el nahual si por eso fue mía. Y quién sabe si por eso habré sido de ella.— Cuando uno anda en estas sale mejor ser callado y por si dieran ganas de enderezarse después, no traería cuenta andar contando las cosas que uno sabe que quizás y nunca vayan a pasar.
Su cabello recogido en dos manojos de lustrosas hebras agarradas por un moño echaba de ver que suelto le llegaría hasta los camanances que tenía de adorno en los montes amplios de sus caderas. El fondo blanco de las pepitas de sus ojos profundamente negros, al mirarme, le centelleaban en brillantes chispitas de pura felicidad. Al acercarme, me devolvió la sonrisa amplia como si ya me conociera de antes, una mazorca dulcemente arqueada sin tapiscar de maíz blanco y puro, con los labios coloreados con pomada de achiote dulce.
Aun no aprendía a esconder las leves vibraciones que se le formaban en el espacio entre el huesito junto a su largo cuello y el pecho, un tic que le entraba por respirar inusualmente más rápido cuando estaba conmigo. Su piel me sirvió de cuaderno en la escuela de nuestras noches sin sueño cuando le dibujaba azacuanes imaginarios con los dedos y para marcarle en un mapa imaginario que hacía con su espalda, la posición de los arboles que daban la mejor fruta en el cerro encantado.
Cuantas veces oímos juntos a la aurora cantar, aquí cerquita por donde juegan las garzas de este lado del rio junto a las piedras donde jugamos tirándonos la ceniza para juntar fuego con leña de almendro que prendíamos con una ramita seca de palo blanco para espantar a los jejenes que hacían nido entre las rendijas de la duela de conacaste rústico de la covacha donde nos amamos a la sombra de los ‘palos’ de cushines y jocote marañón.
Esa memoria de ella me pasó cortando filosamente como daga de obsidiana hasta incrustarse en el tuétano jugoso de mi alma. Al verla caminar, la silueta de su cuerpo se iba —grabando como regaño con coscorrón—. Eran pedradas de recuerdos no anticipadas. Los pequeños ‘trastumbos’ que dio al caminar el día que le regalé un par de caites de hule plateado que había visto en una vitrina de una zapatería de la capital y que con un poco de vergüenza y un beso en el cuello me sugirió que le habían gustado. Me quedé un rato sentado viéndola probárselos, —como se quedan las ranas encantadas cuando uno las ve flotando sobre las hojas de ujushte en el rio—, pienso ahora.
Cuando se enojaba conmigo y me daba esos largos sermones para hacerme despertar —de quien sabe que sueño— al verla hacer esos pucheros se me me llenaba aquí dentro de una sensación de dulzura y enternecedora calma que a su vez me era tan ajena y extraña. Y durante esos arrebatos, terminaba yo meneando la cabeza para asentir y hacerle ver que mi clienta siempre tendría la razón con lo innecesario que era perder el tiempo en disgustos de esa manera.
Dicen que la palabra que describe lo que yo sentía, es atarugamiento, no sabría decir si ese estado es provocado o si ya venía con este defecto que traje desde que nací de querer. Lo que sé es que al verla, quería escuchar su voz, —que no era ni dulce ni armoniosa ni melódica ni romántica— sino solamente que era suya y nada más con eso me bastaba. Justo por lo que sentía yo por ella, no la visitaba muy seguido, —por aquello de que cuando tenemos algo bonito ni siquiera lo mencionamos para que nadie lo arruine—. Talvez por eso «me decía que cada vez que mi mirada la envolvía: “se siente como cuando la abrazan a una por detrás sin decirle nada... ‘aguada’ me dejás y me pongo ‘bien tibia’, como que me estuviera envolviendo un aire de por allá arriba y me llevara flotando hasta la cruz del cerro“...‘hoy si me llevó’”», terminaba diciendo antes de soltar el suspiro. Y eso es lo que me llevé de ella, que de alguna forma supo lo que se avecinaba y así fue que me enseñó a prepararme en silencio. —Y sabrá el nahual si por eso fue mía. Y quién sabe si por eso habré sido de ella.— Cuando uno anda en estas sale mejor ser callado y por si dieran ganas de enderezarse después, no traería cuenta andar contando las cosas que uno sabe que quizás y nunca vayan a pasar.
Estos pensamientos se esfumaron con los primeros martillazos de una fría tartamuda.
Ta tata ta ta.
En seco. Apenas se oyeron y un tropel de alaridos que como corceles apocalípticos va relinchando impetuosamente tratando de alcanzar la salida de la pista de baile. Batería, marimba y plomo ‘echando punta’ en un tiempo marcado por el compás de los estallidos. Los pedazos de espejo que cubrían ornamentalmente las columnas, ahora reflejaban el desfiguramiento en los rostros que causan los gritos, y aunque los pedacitos que estallaban se me iban incrustando en la cara, yo permanecía allí parado como santo cuidándola desde mi retablo.
En mi indescriptible y estático silencio, sigo imaginando su figura balancearse de frente hacia mí con las multiplicaciones de recuerdos que me provocaba su silueta. El ‘enjambre de plomazos’ no se calmaba si no hallaba carne donde hacerse panal, entre los ‘ayes’ quejumbrosos de los que van cayendo alumbrados cíclicamente por los destellos de una amarillenta luz estroboscópica. Unos se ven acelerados con nutrida furia. Otros en ‘cámara lenta’, sollozan acompañados de la soledad del miedo. Escondida en lo oscuro, la sombra de lo que parece ser un esqueleto disfruta extasiada la dedicatoria del último baile en el rancho.
Me pareció reconocer el delicado aroma que expiden las flores amarillas del chipilín recién cortado que algunas veces perfumaba la esencia de su piel, entre las bocanadas polvorientas que se levantaban en lo oscuro, el tufo a pólvora y el ‘sabor’ a pelo chamuscado que extrañamente sentía en la lengua. Adormecido de nuevo por el sermón de sus recuerdos, quise espabilarme en el instante en el que ella, Magdalena, también cayó al suelo. La libélula aleteó rápidamente al acerrojarla cerca de mi sien. Tratando de escrutar lo que pienso al verme de cerca a través del ojo del cañón, a manera de oráculo, queriéndose acercar a lo que no se puede saber, quizás buscando otro camino por donde dejar pasar el capricho de su trayectoria y poder con ello —victoriosamente— cambiar la voluntad del destino.
La levanto como puedo con la otra mano donde no tengo la pistola, balanceándola de la cintura, mientras intento que su alma que está por resbalar al vacío, se aferre aunque sea a mi mirada. Ganó lo incierto y uno tras otro fueron saliendo sus siete demonios. La libélula con su lengua está lamiéndome la yema del dedo para que en su consuelo me transmita la fuerza de poder apretar el gatillo y acabe dejando ir el tiro mientras grito: «¡Vámonos a donde nadie nos chingue!». Y en la impresión de verme muerto, desperté, con una dolorosa jaqueca.
En mi indescriptible y estático silencio, sigo imaginando su figura balancearse de frente hacia mí con las multiplicaciones de recuerdos que me provocaba su silueta. El ‘enjambre de plomazos’ no se calmaba si no hallaba carne donde hacerse panal, entre los ‘ayes’ quejumbrosos de los que van cayendo alumbrados cíclicamente por los destellos de una amarillenta luz estroboscópica. Unos se ven acelerados con nutrida furia. Otros en ‘cámara lenta’, sollozan acompañados de la soledad del miedo. Escondida en lo oscuro, la sombra de lo que parece ser un esqueleto disfruta extasiada la dedicatoria del último baile en el rancho.
Me pareció reconocer el delicado aroma que expiden las flores amarillas del chipilín recién cortado que algunas veces perfumaba la esencia de su piel, entre las bocanadas polvorientas que se levantaban en lo oscuro, el tufo a pólvora y el ‘sabor’ a pelo chamuscado que extrañamente sentía en la lengua. Adormecido de nuevo por el sermón de sus recuerdos, quise espabilarme en el instante en el que ella, Magdalena, también cayó al suelo. La libélula aleteó rápidamente al acerrojarla cerca de mi sien. Tratando de escrutar lo que pienso al verme de cerca a través del ojo del cañón, a manera de oráculo, queriéndose acercar a lo que no se puede saber, quizás buscando otro camino por donde dejar pasar el capricho de su trayectoria y poder con ello —victoriosamente— cambiar la voluntad del destino.
La levanto como puedo con la otra mano donde no tengo la pistola, balanceándola de la cintura, mientras intento que su alma que está por resbalar al vacío, se aferre aunque sea a mi mirada. Ganó lo incierto y uno tras otro fueron saliendo sus siete demonios. La libélula con su lengua está lamiéndome la yema del dedo para que en su consuelo me transmita la fuerza de poder apretar el gatillo y acabe dejando ir el tiro mientras grito: «¡Vámonos a donde nadie nos chingue!». Y en la impresión de verme muerto, desperté, con una dolorosa jaqueca.
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